Nadie te hará daño nunca, hijo. Estoy aquí para protegerte. Por eso nací antes que tú y mis huesos se endurecieron antes que los tuyos. El Hombre
Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí te tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que le di!” Lo dije desde que supe que usted estaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… No oyes ladrar los perros.
¡Señor, tu no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para llenarlos? ¿Qué haré de mis adoloridos labios? Pedro Páramo.
El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del cielo. Sonreías. Dejabas atrás un pueblo del que muchas veces me dijiste: ‘lo quiero por ti; pero lo odio por todo lo demás, hasta por haber nacido en él’. Pedro Páramo.
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