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Manuel Lomelí

29, diciembre 2010

Sunday, November 28, 2010

La vida después del facebook

Quiero seguir vivo, me dijo. Le respondí lo obvio: pero si estás vivo. Meneó la cabeza y sonrió con todos los dientes. Noté que su papada era más abultada que hace dos meses; lo recordé desayunando en su mesa, después de haber jugado Xbox semidesnudos.

Me refiero a continuar en la cabeza de todos. En tu cabeza, al menos. Bueno, le dije, es que en realidad así sucede desde siempre: cuando te mueres, perduras en los recuerdos de otros. No es lo mismo, nena, me dijo; yo me refiero a algo bien concreto, al acto de seguir vivo.

Después de esa conversación ya no lo volví a ver jamás. Un día me habló y me dijo: me voy de viaje. Le pregunté si estariamos en contacto, y me respondió que sí, que le mandara mensajes por facebook, o por email. Que su viaje era larguísimo pero enriquecedor. Que le habían dado una beca en Munich y en Viena y tendría una ponencia en Moscú sobre metanarrativa, y etcétera. Ver para creer, pensé. Siempre había sido muy talentoso, pero marginal; me resultaba difícil pensar que por fin se le abrían las puertas.

Con toda franqueza, yo continúe pensando en él porque me gustaba. No había nada sublime en la atracción: me gustaba mucho como teniamos relaciones sexuales. Y bueno, la sobrecama era interesante; soliamos platicar por horas, o encendiamos sus videojuegos y él me enseñaba a jugar hasta que se hacía de día o nos daba hambre, y él o yo cocinabamos y comiamos y seguiamos platicando. Sus tendencias literarias, culturales o artísticas me tenían sin cuidado. Bien podía tratarse de un pepenador con ínfulas poeticas, o un académico ilustre, y probablemente sería el mismo amante aficcionado a los videojuegos. Pensar en él se volvió parte de mi rutina: al conectarme, entraba enseguida al facebook para ver sus actualizaciones.

Sin embargo, no toleré ni una semana su ausencia. Lo extrañé un sábado mientras veía una película horrenda por romántica y hollywoodense. Qué ganas tuve de jugar Xbox con él. Pensé que si no estaba en la ciudad, quizá podía meterme a su departamento y recrear un día con sus cosas en su ausencia. A veces basta un objeto para recobrar a las personas que añoramos.

Entré a su casa por la puerta trasera, y distinguí un tufo a muerte y aromatizantes. Tras la barra de la cocina, en todo el techo de la sala, colgaban esos pinos que cuelgas en el retrovisor de tu auto. La decoración continuaba por el pasillo hasta su recámara, donde lo hallé sobre su cama, boca arriba, pálido, tieso y carcomido. A un lado, como una imagen llena de clissés (cosa que de haber meditado antes de morir lo hubiese evitado), había toda una farmacia de medicamentos. Entonces te moriste, murmuré, y luego salí corriendo al patio donde vomité extensamente.

Regresé a mi vida y guardé luto; lo sé porque seguí pensando en él pero ahora como un recuerdo inasequible. Cuantas diferencias hay entre echar de menos a un vivo y a un muerto. Nunca había reflexionado tanto al respecto. Esa enorme diferencia, ese espacio entre un recuerdo vivo y otro muerto, un amplio campo transparente y derridiano, parecía estar habitado por toda la humanidad, o al menos por todos los que recordamos o decidimos habitar nuestros recuerdos.

Cuatro días después me metí a la computadora, por fin. Entré a mis correos; respondí los necesarios. Me conecté al messenger, y al final, aunque triste, entré al facebook. Y no, no me sorprendí cuando vi que su perfil tenía actividad y cambios. Su ciudad, por ejemplo, ya no era Ensenada, sino Berlin, y en sus estados parafraseaba la letra del cuarto movimiento de la novena de Beethoven, o a Ciorán, y a Walser, a Stendhal, a Babel, e incluso a sí mismo, en forma de aforismos inmediatos que también escribía en Twitter.

Abrí la ventana del chat en Facebook y contemplé el cuadro blanco por varios minutos, pensando que decirle, que reclamarle, que investigar o saber. Al final tecleé un hola y una imprecisa cara sonriente, ofreciendole a quien fuera la familiaridad más inocente.

El me respondió: Hola ¿Cómo estás? Ya no me contestó su acostumbrado ¿qué me cuentas? o su ¿que onda, nena? Pero me bastaba. Era lo justo, supongo. Uno no puede seguir siendo el mismo después de muerto, supuse. Uno cambia su manera de saludar en facebook luego de meterte pastillas y echarte en la cama a morir.

Te extraño, le dije. Yo también – me respondió -; ahorita estoy en Berlin, y es hermoso; me esperan un par de años asombrosos de aprendizaje y, ojalá, también exito.

Te felicito, le respondí. Un ahogo incómodo reprimió todos mis deseos de recriminarle, de acusar al impostor. Ya no te lees tan pesimista, le dije cuando noté que ya no me respondía. Es que he cambiado; el viaje me ha cambiado por completo, me contestó.

Ya nunca serás igual, baby, le dije.

Me respondió con una carita sonriente haciendo un guiño y se desconectó. Supuse de inmediato que era posible ser feliz después de muerto, o al menos convencer al mundo de que has alcanzado la felicidad.

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La señorita Vicky me presentó el blog de Manuel y bueno, éste es uno de los que más me gustaron.


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